Reflexiones de un cronopio

Ilustración de un personaje con un sombrero de mago escribiendo y sentado frente a una biblioteca

Hay gato encerrado

Me gustan las mascotas, pero antes de vivir en la ciudad solo tuvimos perros de diferentes tamaños y temperamentos. Los gatos que pululaban por ahí solo cumplían una función muy específica: librarte de roedores. Hemos convivido con algunos perros callejeros, una cocker coqueta y de carácter jodido con extraños, un pointer con discapacidad intelectual que en lugar de cazar aves apresaba moscas y mariposas, un cruza de pequinés licencioso que terminó siendo el más fiel compañero de mi abuela, y algunos callejeros amigos de los vecinos.

Cuando nos mudamos a nuestro actual departamento con mi compañera y nuestra prole de un solo integrante, mi madre no tuvo mejor idea que comprar un caniche toy con la insensata idea de regalárselo al peque para que viviera con nosotros, con el esperable resultado de tener que volverse con ese peludo inquieto a su casa. Este fue bautizado con el infame y denigrante nombre de «Copito», mascota que cuidó hasta hace poco, cuando se escapó y alguien se llevó para siempre.

Para esa época, mi compañera se compadeció de unos gatitos huérfanos que una colega del trabajo intentaba regalar hacía un tiempo por falta de espacio, y trajo a uno de los enanos bonitos a casa. El peque lo bautizó «Chamuel», que era el nombre de un amigo suyo del jardín, y que creímos más apto para un departamento de ciudad. Mi madre traía en sus visitas al Copito a cuestas, quien se pasaba todo el día jugando con el nuevo inquilino con garras hasta que este último se cansaba de la insistencia del can y se subía a algún lugar inalcanzable para el pobre Copito, mirándolo y regodeándose de la frustración del otro por no poder trepar donde estaba su amigo con el que quería seguir jugando.

Ya el primer día que trajeron a este felino negro con manchas blancas sufrió los rigores de su curiosidad al caer por el desagüe del lavadero, donde no sabíamos que había una rejilla desplazada que dejó un pequeño hueco por donde se metió. De repente, comenzamos a escuchar su maullido con un sonido extraño, lejano y reverberante. Al poco tiempo supimos lo que había sucedido y el brete en el que nos habíamos metido. El vecino de abajo, un policía drogadicto y violento con el que habíamos tenido algunos cruces no muy amigables, ahora tenía al gatito en su patio. Aprovechando sus cualidades actorales, mi compañera tocó el portero y le dijo con inocencia y amabilidad que le había parecido escuchar un maullido. Que si no lo quería nos lo podíamos quedar, que al peque seguramente le gustaría si el no lo quería tener. El polizonte aceptó sin reparos y hasta agradecido, entregándole la bolita inquieta que regresó a casa sana y salva.

Bastante tiempo después, volvió a realizar una visita involuntaria al vecino, pero esta vez por mi culpa. Tenía este lindo gatito la mala costumbre de aprovechar la ventana abierta de mi habitación para subirse a la unidad externa del aire acondicionado. Con la intención de que cambiara de idea, cerré la ventana por un rato, para que supiera que podía quedarse afuera y dejara de intentarlo, sin imaginarme en ningún momento que cometería la insensatez de intentar saltar desde ahí hasta la ventana pequeña del comedor.

Al poco rato del inicio de la lección, llegaron de la escuela el peque y su madre y me preguntaron por el gato, al cual escuchaban a lo lejos. Les dije que era porque estaba con la ventana cerrada y que en un ratito pensaba abrirla. Pero el peque, intrigado por el sonido, se asomó al ventanal y lo encontró a los gritos en el patio del vecino. Tuve que hacerme cargo de la situación por ser el autor del siniestro y, armándome de paciencia, fui a tocarle el timbre a mi «amigo» el putañero de abajo. Por suerte, lo encontré bastante manso. Me dejó entrar a su casa y me ayudó a buscar al intruso quien se había metido debajo de la parrilla con un nivel de estrés altísimo. Esto hizo que durante el traslado a casa, el felino se aferre con alma y vida a mi costado derecho donde me dejó algunos surcos que duraron un tiempo en mi piel. Desde ese día, nunca más cerré la ventana con él afuera. ¡Lección aprendida!

Por otro lado, hemos tenido algunas escaramuzas con las cuales comprendí que un gato puede llegar a ser muy vengativo si se lo propone. Una noche, cansado de sus maullidos y arañazos en la puerta de la terraza exigiendo la apertura de la misma, le pegué un par de gritos y algún cazote contundente. Algo poco usual en mí, pero que funcionó para hacerlo desistir y desaparecer durante todo el día.

Sin embargo, en algún momento en el que bajé la guardia, su retorcida maldad ejecutó su cruel venganza. Listo para acostarme, descalzo y caminando hacia mi lugar habitual, mis pies pisan algo de naturaleza extraña. Demasiado blando para ser un juguete del peque, bastante sólido para ser agua derramada. El muy jodido había evacuado sus humores en el lugar justo por donde siempre paso para ir a la cama. Nunca había hecho sus necesidades fuera de su baño y nunca volvió a hacerlo. Regresó al otro día como si nada hubiese sucedido, y tuve que desistir del castigo. Me había vencido sin más.

Sin embargo hay algo que no hace con mala intención, pero que un día de estos va a lograr que me dé un bobazo. No sé si es medio chicato, o tarda en despertarse o qué carajos. Pero a veces, cuando te ve con ropa en las manos o cuando uno aparece caminando rápido hacia donde él está, se le activa el modo «tigre asesino» y emite sonidos que hielan la sangre.

Hace poco, vestido completamente de negro para el concierto de ese día, subí a la terraza en busca de algún adminículo del estudio a paso rápido por ser ya la hora de salir. Evidentemente, el cegato este estaba durmiendo al sol en la pared que da al vecino. Vio acercarse una cosa negra y enorme y saltó al ataque justo enfrente de mí, y ambos salimos disparados hacia lugares diferentes sin que, por suerte, se produjeran daños físicos ni materiales.

Anoche me semidesperté y recordé que no había tomado mi dosis diaria de droga legal, y me dirigí en paños menores al comedor dispuesto a solucionar el asunto. En la oscuridad y el silencio de la noche, y a pocos pasos de mi casi desnudo cuerpecito comencé a escuchar a mis espaldas sonidos escalofriantes, como de algún animal con garras y poco amigable. ¿Un puma, un trigre tal vez? Solo faltaba música con violines agudos con ritmo constante y penetrante para completar la escena de terror en la que con piel de pollo terminé lanzando un masculino grito. ¡Chamuel! dije con voz de soprano. A lo que ese desconocido animal respondió con algunos saltos marciales y gritos de lucha antes de salir disparado por la escalera camino a la terraza. Me dirigí valientemente a mi habitación, cerré con llave e intenté volver a dormir, con la duda de si esa cosa era mi gatito sobrealimentado o alguna bestia desconocida.

Creo que voy a ir haciendo el testamento, porque este bicho un día me va a dejar seco del susto.

#historias